lunes, 7 de noviembre de 2016

LA VOZ DE NUESTROS PRELADOS. MONS. ASENJO: “LAS HERMANDADES SON UN VERDADERO TESORO PARA LA IGLESIA”



Texto íntegro de la homilía pronunciada por el Arzobispo de Sevilla, monseñor Juan José Asenjo, en la Eucaristía con motivo del Jubileo de las Hermandades, que se ha celebrado en la Nave del Crucero de la Catedral de Sevilla, ante la imagen de Ntro. Padre Jesús del Gran Poder, el sábado 5 de noviembre.

En los compases finales del Año Jubilar de la Misericordia peregrináis a nuestra catedral los cofrades la Archidiócesis, un grupo cualificado de cristianos, que vivís vuestra fe hermanados en vuestras corporaciones, auténtico camino de gracia y de vida cristiana. Os acompaña la imagen bendita del Señor del Gran Poder, la que mejor puede representar la piedad y la unción de todos vuestros sagrados titulares. Doy la bienvenida al Señor a esta iglesia, madre y cabeza de todas las iglesias de la Archidiócesis; os doy la bienvenida a todos vosotros, y doy gracias a Dios que me permite orar con vosotros y manifestaros mi afecto y mi aprecio por vuestras instituciones, un verdadero tesoro para nuestra Iglesia diocesana, puesto que son para vosotros, como la Iglesia, sacramento del encuentro con Dios.

Acabamos de escuchar uno de los textos más sobrecogedores del Antiguo Testamento, el martirio de los siete hermanos Macabeos, que hacia el año 170 antes de Cristo, luego de ser torturados cruelmente, se mantienen incólumes ante las amenazas de Antíoco Epífanes, rey de Siria, que después de conquistar Palestina pretendía convertir a los judíos al paganismo. Los Macabeos, sostenidos valerosamente por su madre, uno tras otro, prefieren morir antes que traicionar al Señor y renegar de la fe de sus padres, afirmando que vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. Dan así un espléndido testimonio de fe en la resurrección de la carne y en la vida eterna, al que también nos ha invitado el Señor en el evangelio que acabamos de anunciar.


Los siete hermanos Macabeos son el paradigma de los mártires cristianos de todos los tiempos, de esa muchedumbre inmensa que a lo largo de dos mil años han dado la vida por Jesucristo. Lo más probable es que ninguno de nosotros seamos hallados dignos de sufrir el martirio cruento, como tantos cristianos aún hoy día, inmolados por el fanatismo religioso de quienes matan en nombre de Dios. Pero sí es posible que nos toque sufrir el desprecio, los ataques, y la ridiculización continua de los sentimientos religiosos, cuando no los insultos en la calle, por el mero hecho de ser sacerdotes o simplemente cristianos laicos comprometidos con la Iglesia y fieles a su fe. Hace cuatro domingos leíamos un fragmento de la segunda carta de san Pablo a Timoteo, en la que el apóstol pedía a su fiel discípulo que no se avergonzara del Evangelio, y que estuviera siempre dispuesto a dar la cara por Jesús. Eso mismo os pide el Señor a vosotros cofrades en este domingo, que viváis un cristianismo no vergonzante y medroso, sino valiente y confesante, estando dispuestos a dar la vida día a día por en el Señor.

Estamos participando en el Jubileo de las Hermandades, un acontecimiento especialmente importante en este año santo. Nos ha precedido en la tarde de anteayer la imagen bendita del Señor del Gran Poder, que tallara en el año 1620 el escultor cordobés Juan de Mesa, la más hermosa y sobrecogedora de todo el patrimonio religioso de nuestra Archidiócesis. La prensa ya está calificando este Jubileo como memorable. ¿Y por qué será memorable? Para mí sólo hay una respuesta posible, si además de experimentar la alegría de tener con nosotros al Señor de Sevilla, nuestra peregrinación a la catedral, más allá de la dimensión sentimental o cultural, tiene una dimensión esencialmente espiritual, es decir si propicia o favorece nuestra conversión.

La conversión, junto con la misericordia, ha sido el tema central de este año jubilar. En varias ocasiones el papa Francisco nos ha dicho que el Jubileo quería ser una llamada vibrante a la renovación de nuestra vida cristiana. Él mismo ha reconocido que la reforma de las estructuras de la Iglesia es objetivo importante en su pontificado, pero que lo es más la reforma, la conversión de nuestros corazones, la conversión de cada uno de nosotros, para abandonar los miedos que nos paralizan y la tibieza que nos impide salir de la mediocridad con el corazón repleto de esperanza, de misericordia, de fidelidad y de ardor apostólico.


Hace unos momentos hemos cruzado la Puerta santa de la misericordia, que clausuraremos el próximo domingo. Esa puerta no es otra que Jesucristo, como Él mismo nos dice en el Evangelio de san Juan: “Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir y encontrará pastos” (Jn 10, 7-9). Esto quiere decir que el fin último del Jubileo es el encuentro con Jesucristo, que trasforma nuestra vida, le da un nuevo sentido, una esperanza renovada, una alegría recrecida y rebosante y una sorprendente plenitud. Es la experiencia de los apóstoles, de Pablo, de la Samaritana, de Zaqueo, del Buen Ladrón, de los santos y de los millones de hombre y mujeres, que a lo largo de la historia de la Iglesia se han encontrado con Jesús, pues como nos dice el papa Francisco en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium, “la alegría del evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”.

El Jubileo nos invita a salir de la tibieza, la mediocridad y el aburguesamiento espiritual, y a restaurar la soberanía de Dios en nuestra vida, porque admitir la primacía de Dios es plenitud de sentido y de alegría para la existencia humana, porque el hombre ha sido hecho para Dios y su corazón estará inquieto hasta que descanse en Él. Por ello, con san Pablo, queridos cofrades, os invito a abrir vuestros corazones a la indulgencia jubilar, a dejaros reconciliar con Dios, que está siempre dispuesto, como en el caso del hijo pródigo, a acogernos, a recibirnos, a abrazarnos y a restaurar en nosotros la condición filial. Que nuestra peregrinación a la catedral, acompañada, si es posible, de una buena confesión, sea para todos un acontecimiento de gracia y de intensa renovación espiritual.


Que ninguno de nosotros echemos en saco roto la gracia de Dios que en esta tarde quiere derramarse a raudales sobre nosotros en esta nueva Pascua, en este nuevo paso del Señor junto a nosotros, a la vera de nuestras vidas, para convertirlas, recrearlas y renovarlas. Que todos le abramos con generosidad las puertas de nuestros corazones y de nuestras vidas. En su primera encíclica, Deus caritas est, el papa Benedicto nos encareció con mucha nitidez que el cristianismo no es primariamente un hecho cultural, ni un sistema ético, ni un sentimiento, ni un conjunto de tradiciones por bellas que sean. El cristianismo es, ante todo, el encuentro con una persona, Jesucristo, hasta tal punto que “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro… con una Persona [Jesucristo], que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (DCE 1).

En el momento presente, más que en épocas pasadas, la Iglesia en Sevilla necesita cofrades convertidos, cofrades espiritualmente vigorosos y conscientes del tesoro que poseen y de la misión que les incumbe; cofrades orantes y fervorosos, que viven la comunión con el Señor, con la parroquia, con los sacerdotes, con los obispos y con todos los que buscamos el Reino de Dios; cofrades que tienen corazón de apóstol, cofrades que rezuman misericordia, que se preocupan de los pobres y de los que sufren y que aspiran seriamente a la santidad. Así nos lo han dicho insistentemente Juan Pablo II, Benedicto XVI y el papa Francisco. Una Iglesia que quiera ser luz y sal, tiene que ser una Iglesia convertida, una Iglesia de santos. Esta es la necesidad más urgente de la Iglesia en Occidente: contar con cristianos creíbles, gracias a un testimonio personal y comunitario de vida santa.


Esto es lo que el Señor del Gran Poder y la Iglesia diocesana, queridos cofrades, esperan de vosotros en vuestra peregrinación a la catedral: que apuntéis a lo nuclear y decisivo en vuestra vida corporativa, en la que si son importantes vuestros cultos, vuestra convivencia fraternal en las casas de Hermandad, vuestras procesiones y estaciones de penitencia, los estrenos y la estética, que con tanta profusión destacan los medios de comunicación, lo es incomparablemente más vuestra vida cristiana honda, ejemplar, orante y fervorosa. Poned en el horizonte de vuestra vida a Jesucristo, sin excusas banales, sin dudas ni miedos. No olvidéis que la primera finalidad de vuestras corporaciones, según la mente de la Iglesia, es el crecimiento de la vida cristiana de sus miembros, hombres y mujeres que en su vida privada, en su vida familiar, en sus profesiones y en sus relaciones económicas, hacen honor a la fe que dicen profesar.

Si de algo podéis estar ciertos en esta tarde, es que la ayuda de Dios nunca os va a faltar. Él es el Señor del Gran Poder, pero es al mismo tiempo el Dios fiel, el Dios compasivo y misericordioso, que nos mira con ternura. Contad también con la ayuda de la madre Iglesia, que nos sostiene y acompaña en nuestro camino de fe. Ante quienes os apunten con el dedo por ser cofrades, por acudir a Misa los domingos, por confesar y comulgar con frecuencia, o por llevar a vuestros hijos a la catequesis, en definitiva, por ser hijos de la Iglesia, sentíos orgullosos de pertenecer a ella, pues si es verdad que en ella hay manchas y arrugas por los pecados de sus miembros, tened por cierto que la luz es infinitamente más intensa que las sombras y que el heroísmo de tantos hermanos y hermanas nuestros es mucho más fuerte que nuestro pecado, nuestra cobardía y nuestra mediocridad.

Tampoco os va a faltar la ayuda maternal de Santa María, venerada en vuestras Hermandades con los más hermosos títulos. Que ella, reina y madre de misericordia, como la invocamos en la Salve, nos aliente en nuestra conversión y nos conceda gozar de la alegría que es consustancial a la gracia jubilar. Así sea.

+ Juan José Asenjo Pelegrina
 Arzobispo de Sevilla