viernes, 27 de junio de 2014

BREVE HISTORIA DE LA DEVOCIÓN AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS



Para trazar la historia de la devoción al Corazón del Señor es necesario precisar qué queremos decir exactamente con esta expresión. Si entendemos por devoción al Corazón de Jesús una serie de prácticas de piedad en las que se rinde un culto de adoración al Corazón de Jesús, de manera que se hable explícitamente de él, entonces los inicios de esta devoción debemos situarlos en el siglo XII. Sin embargo, si profundizamos más en el sentido que tiene la devoción como entrega a Dios, y el Corazón de Jesús como signo real del amor divino, un amor por el cual el Hijo eterno de Dios se encarna y asume una humanidad verdadera, con un corazón de carne, entonces debemos remontarnos a la Sagrada Escritura y a los primeros escritores de la Iglesia. De hecho, la orientación que ofreció Pío XII en la encíclica Haurietis aquas invitaba a partir de los textos de la Escritura, la Tradición y la Liturgia para considerar sobre todo el amor a Dios, que se muestra de una manera particular en la humanidad de Cristo y se expresa en su corazón. Por seguir un orden lógico haremos referencia primero a la fundamentación doctrinal en la Biblia y la Tradición de la Iglesia y en segundo lugar a las formas concretas y el desarrollo de esta devoción.

El amor de Dios que sale al encuentro del hombre aparece con toda claridad ya en el Antiguo Testamento (Dt 7,7ss; Jr 31,3) y se expresa en el conocido versículo de San Juan: “Dios es amor” (1 Jn 4,8). Este amor se traduce en la entrega del Hijo por la salvación de los hombres (Jn 3,16; 13,1; Ef 5,2) y conlleva una respuesta de amor y reconocimiento a Dios, con obras y palabras (Dt 6,4ss; Mt 22,37; 1 Jn 4, 7-8). En este contexto el término corazón para el Antiguo Testamento representa lo más profundo del ser del hombre, precisamente el nivel en el que se debe responder al amor de Dios. Dado que este amor se ha plasmado en la entrega del Hijo se abre el camino para hablar del corazón de Cristo en la misma Escritura (Mt 11,25). San Juan otorga un especial relieve al pasaje del costado traspasado (Jn 19,37-39), del que brotan sangre (precio de la redención) y agua (signo del espíritu y la vida que recibirán los creyentes); la invitación a mirar al traspasado supone una indicación para asociarse a ese misterio de amor precisamente a partir del costado de Cristo, por el que queda abierto el camino a Dios, como ya interpretó acertadamente san Agustín (Sermo 311,3).

A partir de la base bíblica citada, que se concreta en el episodio de la transfixión, muchos padres desarrollaron el tema de la contemplación del amor redentor en el costado de Cristo, sin que falten las referencias al corazón de Jesús como manantial de la verdad (Orígenes). Por otra parte los testimonios patrísticos y los grandes concilios cristológicos que insistieron en la realidad de la humanidad de Jesucristo nunca excluyeron en él una verdadera sensibilidad, y en ese sentido, un verdadero corazón, que era, por tanto, el corazón de carne del Hijo eterno.


En el siglo XII encontramos que la espiritualidad cristiana presta una atención mayor a la humanidad de Cristo; una muestra concreta de este interés se puede advertir, por ejemplo, en la devoción a las cinco llagas de Jesús, o a la infancia del salvador (plasmada en los belenes de Navidad, que comienzan con San Francisco de Asís). De una manera explícita encontramos referencia al corazón de Jesús en el Liber de doctrina cordis, de Guillermo de Saint Thierry y en algún himno de la época. San Bernardo y Santa Lutgarda entre los cistercienses, y con más claridad todavía, Santa Matilde y Santa Gertrudis entre los benedictinos hablan del intercambio de corazones y consideran el Corazón de Jesús como el santuario glorioso del amor en el que se concentra el culto debido a Dios. En el siglo XIII teólogos de la altura de san Buenaventura, entre los franciscanos, o san Alberto Magno, entre los dominicos, profundizan en las intuiciones de los autores espirituales del siglo anterior acerca del corazón de Jesús. Poco después en místicas como Ángela de Foligno o santa Catalina de Siena el Corazón de Jesús ocupa un lugar destacado al meditar la humanidad del Salvador. Este movimiento en cierto modo decae hacia la mitad del siglo XIV, y hasta el siglo XVII no se recuperará. En la gran mística española, muy atenta a la humanidad de Cristo, como pone de relieve santa Teresa, no aparece con el peso que tenía en los autores que antes hemos citado.

En el siglo XVII contamos con varias figuras esenciales para el desarrollo de esta devoción. Ante todo san Juan Eudes (1601-1680) quien fomentó el culto litúrgico a los corazones de Jesús y de María, con la fundación de sendas congregaciones y dispuso toda una serie de prácticas de piedad. Al mismo tiempo contribuyó a que la palabra “corazón” recuperara la riqueza bíblica de este término: centro de la persona, punto de encuentro de cuerpo y alma, y todo en la perspectiva del amor; al hablar del corazón de Cristo se refiere a la persona divina del Verbo, que se ha encarnado verdaderamente, y quiere conducir a todos a la unidad del amor de Dios. Santa Margarita María de Alocoque (1648-1690) a partir de una serie de revelaciones subraya el aspecto verdaderamente humano del corazón de Jesús, aunque quiere poner de manifiesto también su amor divino, ultrajado y olvidado por los hombres. La respuesta a este amor conlleva la práctica de la consagración al Corazón de Jesús y la reparación, vinculada a la pasión de Cristo No siempre las expresiones ni las prácticas propuestas por santa Margarita María fueron entendidas de manera correcta, pues a veces predominó una interpretación dolorista de las mismas. Autores como san Claudio de la Colombiere, Froment, Croisset o Gallifet ayudaron a precisar y difundir esta devoción, y desde el punto de vista popular la Novena al corazón de Jesús de san Alfonso María de Ligorio tuvo un papel destacado. La institución de esta fiesta en 1765 y diversas intervenciones magisteriales ayudaron a disipar las prevenciones que algunos mantenían contra esta devoción.


A partir del siglo XIX encontramos un triple movimiento respecto a la devoción al corazón de Jesús. El aspecto popular de la misma crece grandemente, y las prácticas de los primeros viernes de mes, la hora santa, las consagraciones etc., se desarrollan mucho, animadas por asociaciones como el apostolado de la oración (Ramiere) o de la reparación (Dehon). En el aspecto teológico desde los manuales de Perrone (1842) la doctrina sobre el corazón de Jesús tiene su lugar en los textos de teología y se entiende cada vez más el corazón de Jesús como signo que combina el amor increado y el amor creado de Jesucristo. El magisterio eclesiástico alentó estas prácticas y estos estudios, destacando las encíclicas de León XIII, Annum sacrum (1899), Pío XI, Miserentissimus Redemptor (1928) y Pío XII, Haurietis aquas (1956). Cada vez se ha subrayado más el sentido profundo de esta devoción, y por ello se ha presentado como síntesis del cristianismo, pues traduce en la perspectiva de Cristo el amor de Dios, y el doble precepto de caridad a Dios y al prójimo.

Lamentablemente tampoco han faltado, en los años que siguieron al Concilio Vaticano II, los partidarios de una ruptura con las formas de espiritualidad anteriores, apoyándose en exageraciones reales o ficticias para tratar de desacreditar esta devoción. Realmente las objeciones que se han presentado estaban ya respondidas en la Haurietis aquas y de hecho Pablo VI dedicó la importante carta Investigabiles divitias (1965) a la devoción al Corazón de Crizto, entendida en toda su profundidad. En esa línea han ido también las aportaciones de Juan Pablo II y Benedicto XVI (particularmente Deus caritas est n.19), quienes han puesto de relieve el valor que tiene la figura del corazón de Cristo y han insistido en su actualidad. De hecho ante el riesgo de caer en tendencias espirituales erróneas de tipo panteísta o que eliminan el carácter personal de Dios, la memoria de la encarnación y con ello el culto a la humanidad de Cristo, cuyo corazón nos recuerda y hace presente el amor personal de Dios es uno de los mejores remedios.